RECITAL Y ENTREGA DE PREMIOS DE LA IV EDICIÓN
El pasado 22 de abril se celebró el recital y entrega de premios de la IV edición de este concurso, vía Meet, para que todos los cursos del centro pudiesen disfrutarlo.
Todos los participantes han sido obsequiados con la foto en la que se han inspirado y los ganadores de cada categoría recibieron, además, un lote de libros de Irene Vallejo: El infinito en un junco y Manifiesto para la lectura.
Aquí dejamos los trabajos presentados por los alumnos este año:
ATRACCIÓN
Mirando hacia atrás, el primer día que llegué a clase, estaba muy emocionado en lugar de estar nervioso, porque tenía muchas ganas de ver a mi profesor de español y a mis compañeros de clase. Como esperaba, fueron amables y me hicieron sentir cómodo en la clase.
Mi ambición era tan alta que pensé que podría alcanzar un cierto nivel muy pronto, pero no tardé en darme cuenta de que ese era mi deseo. Es absolutamente correcto decir que aprender cualquier idioma no es fácil y debe verse a largo plazo lo que aprendí en Inglaterra.
Ahora debería haber una excusa para hacerlo mañana porque mi hija habla español como lengua materna y quiero hablar con ella en español.
Entonces, en esta Navidad, pedí que todo lo que quiero es tener una fuerte voluntad que se adhiera a un plan y siga adelante y no me rinda.
Esta bicicleta me recuerda a la que mis padres me compraron cuando yo tenía 9 años; una “BH”. Pero antes, cuando yo cumplí los 3 años, mis padres me compraron una pequeñita de 2 ruedas, con otras dos ruedas adicionales para que no me cayera al suelo; luego cuando ya fui perdiendo el miedo, me quitaban las dos ruedas para que me fuera soltando a montar sin caerme, así me vino la afición a montar en bicicleta. Volviendo a la bicicleta de la foto, me trae los recuerdos de mi infancia, aquella bicicleta “ BH” que mis padres me compraron con tanto sacrificio económico porque mi familia en aquella época era una familia campesina, humilde y solo se podía tener una bicicleta, cuando éramos tres hermanos, ya te puedes figurar el lío que armábamos a mis padres cuando teníamos que coger la dichosa bicicleta, ellos nos ponían un horario, un día a cada uno, y así ya no había discusiones.
A los nueve años estaba yendo al colegio público que había al lado de la Iglesia de Santiago, en la cara norte de la iglesia, mi maestro era Don Jacobo, un maestro muy serio y recto, allí aprendí bastante. Al salir, por las tardes del colegio, en época de buen tiempo, la tarde que me tocaba a mí salir con la bicicleta, nos juntábamos los amigos y nos íbamos a coger albaricoques, ciruelas, melocotones y disfrutábamos comiéndolos. A veces, teníamos que salir corriendo porque el dueño salía detrás de nosotros, pero en el fondo, no hacíamos nada malo, era la necesidad de aquella época.
A los once años, me cambiaron de colegio, al colegio público que había en la Plaza Arriba, donde está ahora el Museo Arqueológico. Mi maestro era Don Gerónimo Molina, también muy recto y se tomaba su profesión al pie de la letra. Cuando no sabíamos los deberes, nos castigaba de rodillas con los brazos en cruz y con algún libro en cada mano, tú no sabes el sufrimiento... pero mereció la pena. A los treces años, me cambiaron a mi último colegio público llamado entonces Ibáñez Martín, allí era mi maestro Don Juan, un maestro a punto de jubilarse. Por necesidades económicas de mi familia tuve que dejar el colegio sin terminar mis estudios y me tuve que meter de albañil. Cada día estoy más orgulloso del oficio que elegí, ya que a estas alturas lo he aprendido casi todo.
Como mis padres eran pequeños agricultores, teníamos unas pocas tierras, donde cultivábamos las viñas, los olivos, almendros... los fines de semana. A mi hermano mayor ya le habían comprado otra bicicleta y los dos nos íbamos a hacer las labores del campo cada uno con su bici. Mi padre se iba para toda la semana con el carro y la mula y dormía en las casas de campo que teníamos en los distintos parajes porque entonces se labraba con un arado y una mula, apenas había tractores.
Me acuerdo cuando mi hermano y yo con mi “BH" y él con la suya nos echábamos carreras a ver quién llegaba antes a la finca. En la carretera que va de Jumilla a Hellín, tenían mis padres unas tierras a la altura del km ocho. Antes de dar vista al paraje llamado la Celia, tenía unas oliveras y una viña y tú no sabes lo que nos costaba subir por la carretera, la subida llamada: Loma de Hellín. También tenía en la ladera de la sierra de Los Bujes, que pertenece a la Fuente del Pino, otra viña y debíamos desplazarnos en bicicletas hasta allí, con el peligro que tiene la carretera que va de Jumilla a Yecla y, nosotros, tan jóvenes. Y por último, las viñas que tenían mis padres en el paraje llamado las “Casas del Comisario“, que están en la dirección de la carretera que va de Jumilla al Carche, antes de dar vista al paraje llamado El Ardal, ese tránsito de carretera me gustaba más porque apenas hay subidas.
Ahora, a mis sesenta y dos años, tengo mi tercera bicicleta, una que junté de la compra del periódico del “SPORT”, abonando una cantidad de dinero. A menudo la suelo coger para mantenerme en forma.
Este es el relato de lo que ha significado la bicicleta en toda mi vida, os animo a que no dudéis a compraros una bicicleta, ya que, para mí, es el deporte más sano y que más me mantiene en forma a mi edad.
PARAJE ESTÁTICO
Cual gema valiosa, paraje divino,
sagrado es el tiempo, preciado el camino.
Esta era difusa, distante, destino,
tránsito en el tiempo cual sendero perdido.
Deambulante del tiempo en la inopia absoluta,
sensación tan oscura, hiriente derrota.
De mesura la estadía, de influente sino,
de estadía inerte, cual estático camino.
Horizontes confusos de extenso destino,
horizontes temerosos, solitarios caminos.
NOCHE OSCURA
Cual eclipsante belleza, emana tu anatomía
tan solitaria y difusa en sollozante agonía.
En el frío horizonte, extensa noche sombría,
que denota sentimientos, taciturnas melodías.
Es tu imponente figura electrizante anatomía,
tan confusa en el tiempo, en tan vasta lejanía.
En tan vasta lejanía, melancólicos momentos,
quien te ve nunca diría que denotas sentimientos.
Cual eclipsante belleza, empondera tu figura,
triste noche oscura, taciturnos pensamientos.
Hoy caminaba por la plaza, sin rumbo, solo por el placer de caminar y de sentir el sol y el aire en la piel, cuando, al pasar por la puerta de una casa, he sentido un olor que me ha devuelto a la infancia de golpe, ese olor a pan recién hecho que preparaba mi abuela en su vieja cocina, llena de momentos únicos e irrepetibles. La cocina, el centro de la vida, del hogar, de la familia, allí fuimos felices de verdad. Largas tardes de invierno jugando al parchís o al cinquillo con mi abuela, al calor de la lumbre en su cocina, su querida cocina, donde guardaba sus mayores tesoros y la cual era cómplice de todos sus secretos. En su cocina preparaba los más exquisitos manjares que jamás habíamos probado, nos deleitaba con un sinfín de sabores, que ahora, visto con la lupa del tiempo, sí que eran manjares, pero no porque fueran ambrosía, sino por el amor que ponía en prepararlo.
En aquella época un trozo de pan y chocolate era toda una exquisitez para los paladares infantiles.
La recuerdo como si fuera ayer, con su pelo plateado, recogido en un pequeño rodete sobre la nuca, luto riguroso, de la cabeza a los pies y el mandil de peto, enganchado con dos imperdibles y recuerdo que siempre llevaba una aguja e hilo ensartada en el mandil, las alpargatas negras roídas por el juanete, y ese olor a jabón Heno de Pravia. Cómo es posible que los olores permanezcan en nuestra memoria, más que cualquier otro sentido y sean capaces de devolvernos a otra época, a otra edad.
Se levantaba, siempre antes del amanecer, cuando aún todo el mundo dormía, con la única compañía de sus fantasmas, retiraba las cenizas de la lumbre y volvía a encender el fuego. Los domingos, que era el día en que nosotros lo pasábamos con ella, eran maravillosos: preparaba chocolate con pan torrado para desayunar, y luego migas con chorizo para comer. Después, la siesta en el pollo de la cocina, con el tictac del reloj despertador de fondo, aquellos que tenían como dos campanitas encima y hacían tictac muy fuerte y, no sé por qué, siempre me viene ese recuerdo del tictac a la hora de la siesta.
La cocina de mi abuela era antigua, con sus lebrillos, sus ollas rojas de porcelana, y los platos blancos con un filo azul en el borde, luego vinieron los de Duralex, que todavía queda alguno en la cocina de mi madre, pero la cocina de mi abuela era especial, tenía ese halo de misterio de las cosas antiguas. La cocina, testigo mudo de confesiones entre hermanos, largas conversaciones de vecindario o simplemente el sitio donde mi abuela pasaba la mayor parte de su vida.
Era celosa de sus utensilios y se enfadaba si utilizábamos los cacharros de la cocina para jugar, recuerdo que decía – “con las cosas de comer no se juega”.
Y ahí sigue la cocina, lástima que ya no la habita nadie, ya no huele a pan, ni hay calor de hogar... Los que le dieron vida ya no están, el paso del tiempo es inexorable incluso para la cocina de mi abuela, pero quedan los recuerdos, viejas fotos en blanco y negro y, de fondo, la cocina, quizá los fantasmas de los que un día le dieron vida sigan rondando por allí, seguro que sí. A veces, cuando vuelvo a pisar la cocina de mi abuela, si pones un poco de atención, se escuchan susurros y los pasos de ella, son inconfundibles, ese lento arrastrar de unos pies cansados por la edad y por el sopesar de los años, cargando toda una vida llena de sinsabores y también de alegrías, aunque menos, le tocó vivir una vida gris, en una época en blanco y negro, la vida en los pueblos de la posguerra era difícil para todos.
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