LA HIJA DEL ARCO IRIS (PRIMER PREMIO)

DESPUÉS DE LA TORMENTA

            Ella despertó sangrando, dolorida y desnuda en medio de ninguna parte. No tenía nombre, nunca lo había tenido, siempre había sido una paria en su propia tribu. No conoció padre ni madre, y siempre había vivido de las sobras de los demás, haciendo los trabajos más duros y siendo apaleada como un perro. Hasta aquel día en que él la miró y le habló. Durante semanas se vieron en secreto y ella comenzó a pensar que su suerte había cambiado, se equivocó. Cuando ya no pudo ocultar su embarazo y éste fue evidente, toda la tribu, dirigidos por él, comenzaron a golpearla hasta darla por muerta y la  abandonaron allí, sola y sin nada.
            Se levantó como pudo y miró a su alrededor, solo vio tierra y polvo. Aquel era un mundo seco y desolado, el agua era escasa y difícil de encontrar, casi no había plantas y el viento levantaba la tierra roja y hacía que el cielo tuviese un color rojizo la mayor parte del tiempo. Durante el día el calor era asfixiante y el Sol lucía en un cielo sin nubes, y por la noche el frío era tan intenso que ningún ser vivo era capaz de sobrevivir sin abrigo.  Al principio pensó en dejarse morir, pero después se acordó del hijo que crecía dentro de ella y decidió que viviría. No sabía a dónde ir y comenzó a caminar sin rumbo, en busca de alguna señal de vida.
            A lo lejos vio al Arco Iris, pensó que en aquel lugar debía haber agua y hacia allí encaminó sus pasos. Caminó y caminó, pero nunca llegaba, y su cuerpo comenzó a desfallecer. El Sol, desde el cielo azul, la había visto andar durante horas y horas sin descanso y se apiadó de ella. Mandó una nube para que, con su lluvia, aliviara su sed y, con su sombra, la protegiera del brutal calor. Llegó la noche y el frío helador con ella. La Luna, avisada por el sol, ya sabía de la existencia de aquella mujer que andaba sin descanso y decidió también tomarla bajo su protección. Mandó llamar a la Tormenta que, con un rayo, hizo brotar el fuego de un tronco seco junto a la pequeña cueva en la que ella se había refugiado. y así fue como pudo sobrevivir a la fría noche.
            Fueron pasando los días, y después las semanas y ella, bajo la protección del Sol y la Luna, seguía andando en aquel mundo seco y muerto, alimentándose solo de insectos y de raíces secas. Un día, por fin, llegó bajo el Arco Iris y ya no pudo andar más, su hijo quería nacer y el insoportable dolor que sufría le alertaba de que el momento había llegado. Unos metros más allá había una pequeña cueva y allí, sola, bajo la atenta mirada del Arco Iris,  dio a luz a su hija. Cuando la tuvo en sus brazos y la miró pensó  que nada ni nadie en el mundo podría separarla de ella y le dio por nombre Hanae, que significa "flor bendecida por los dioses", aquellos dioses, el Sol y la Luna, que la habían ayudado a sobrevivir. El Arco Iris miró embelesado a aquella criatura pequeña y blanca que se movía en los brazos de su madre y decidió, puesto que no tenía padre, amarla y cuidarla como si fuera su propia hija. Hizo crecer un gran sauce justo en la entrada de la cueva y al lado de este una pequeña fuente de la que siempre brotaba agua. Y allí comenzó su vida Hanae, la hija del Arco Iris.
            Hanae crecía fuerte bajo la atenta mirada y el cuidado del Sol, la Luna y el Arco Iris,  y ella, su madre, era feliz, más feliz de lo que nunca había sido. Su hija era de piel blanca, su cabello era rubio, casi plata, y sus ojos de un azul limpio como un cielo sin viento. Un día Hanae  pronunció su primera palabra: Umai, "la madre", y con ella, por fin, le dio un nombre a su madre.
            Los días dieron paso a las semanas, las semanas a los meses y los meses a los años. Umai vivía feliz y tranquila en su pequeño y escondido paraíso y Hanae se había convertido en una joven inquieta y alegre. Su risa, clara, pura y musical, llegaba a todos los rincones y cuando la oía el Sol, desde lo alto del cielo, su corazón se llenaba de gozo, y poco a poco fue enamorándose de Hanae.  También Hanae amaba al Sol y ambos jugaban junto a la fuente, el Sol con sus rayos hacía que su pelo brillase como diamantes y ella reía sin cesar.
            Pero casi siempre lo bueno no dura, y una noche, mientras dormían,  llegaron hasta ellas los gritos de los hombres. Eran esos mismos hombres que habían dado a Umai por muerta muchos años atrás. Habían descubierto su diminuto oasis y lo querían para su tribu. No les importaba destruir o matar con tal de lograrlo y Umai lo sabía. Llamó a los dioses protectores, pero a esa hora solo la Luna estaba despierta. La Luna fue corriendo a buscar al Sol para que le ayudara y  se hizo una oscuridad tan intensa como nunca había visto aquel mundo.
            El Sol llegó en su auxilio, mucho antes de la hora que correspondía, y por primera vez desde el principio de los tiempos ambos, Sol y Luna, brillaron juntos en el cielo. Poco después vino el Arco Iris, que había sido avisado por el Sol, y  los tres llamaron a la Tormenta, y esta al Viento y juntos desataron toda su fuerza y toda su furia sobre aquellos hombres que pretendían hacer daño a madre e hija. Los hombres huyeron acobardados ante la fuerza de la naturaleza, pero mientras huían, juraron volver. Umai supo que cumplirían su promesa y comenzó a implorar a los dioses ancestrales para que ni ella ni su hija perdieran su libertad y su vida. Ella conocía mejor que nadie toda la ira y la traición de la que eran capaces aquellos hombres y había visto en sus ojos la codicia y la envidia que les producía su trocito de paraíso. Los dioses sabían que tarde o temprano aquellos, o quizás otros, vendrían.  En aquel mundo seco, muerto y desolado, el agua era demasiado valiosa para dejarla sin más.
            Hanae pensó en aquellos seres sucios, famélicos y sedientos, y se compadeció de ellos. Mirando a su madre, después a su padre el Arco Iris, a la Luna y, por último, a su amado Sol elevó una plegaria al cielo y, de repente, sus cabellos comenzaron a deshacerse en pequeños arroyos y sus brazos y piernas se convirtieron en ríos y su cuerpo se transformó en un gran y caudaloso río cuyas aguas comenzaron a correr rápidas y tumultuosas por aquella tierra desierta.  Animales y plantas comenzaron a crecer por todas partes y lo que un día había sido tierra yerma cobró vida.
            Umai, al ver el sacrificio de su hija, comenzó a llorar sin medida ni consuelo y, sus lágrimas, calientes y saladas, formaron un mar, y este acabó convirtiéndose en un gran océano que también se llenó de vida y Umai desapareció en él.
            Y así es como Umai, la madre, y Hanae, aquella flor bendecida por los dioses, les regalaron a los hombres el agua de la vida para que nunca más pasaran sed ni hambre. Y los hombres pudieron por fin vivir en paz. Y aun hoy el Sol sigue jugando con los cabellos de su amada Hanae, cuya risa clara y cristalina puede escucharse en el movimiento del agua, haciendo brillar como diamantes los arroyos y torrentes con sus rayos. Y en cada cascada y en cada salto de agua puede verse al Arco Iris besando en la frente a su hija que siempre va, unas veces lenta y mansamente y, otras, rápida y tumultuosa, a unirse con su queridísima madre al mar, donde están, bajo la atenta mirada de la Luna, eternamente juntas y eternamente libres.

FIN
AUTORA: Pascuala 2ºB

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